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Por la comunicación digital
Mejor correr
El duelo suele pensarse como un camino íntimo, encerrado en las emociones de quien pierde a alguien o algo. Sin embargo, también puede ser un acto compartido, un territorio de lucha donde comunidades enteras, pueblos completos se reconocen en la herida.
Hace un par de semanas terminé de leer la novela Nosotras, de Suzette Celaya Aguilar, ganadora del Premio Primera Novela 2023, que justo abre esa puerta: nos muestra a un pueblo al borde de desaparecer bajo el agua y a una mujer que se sujeta a la tierra porque en ella ha sembrado su memoria, su identidad, su vida misma y la de sus muertas.
La protagonista, Violeta, se niega a aceptar la condena de su pueblo, del lugar que la vio nacer, aunque cargue a sus espaldas no pocas desgracias y más de una pena inconmensurable recordada en cada puerta, cada árbol y en el agua del río, que nunca es el mismo –como ella–, pero que persiste –como ella–.
Su resistencia es una forma de duelo, pero no entendida como resignación, sino como desafío. Frente a la narrativa oficial que sentencia al olvido –las presas que sepultan pueblos, los gobiernos que justifican el despojo en afán del progreso y la modernidad; los funcionarios que pagan migajas por los predios–, ella se empeña en mantener en pie los recuerdos. No se trata solo de quedarse en casa y esperar, sino de impedir que la historia quede borrada por el agua y actuar.
El duelo de Violeta es el duelo de todas: de las mujeres que cargan con la comunidad y se convierten en testigos de lo que se pierde; de aquellas que no dejan que la justicia quede al azar e incluso de otras que tienen sueños allá afuera, que solo van de paso, que buscan diferentes caminos.
Nosotras pone el foco en esa dimensión política y cultural del duelo, donde resistir se vuelve una forma de afirmar la existencia. Porque cada casa que se derrumba, cada calle que se inunda, cada muerto que hay que sacar del panteón es también una historia arrancada desde el fondo.
Y en un país donde los desplazamientos forzados y las desapariciones de personas marcan la vida cotidiana, esa metáfora se vuelve más real de lo que quisiéramos.
Aunque la novela está ambientada a finales de los sesenta, bien podría ser la historia hace poco concluida de los habitantes de Acasico, Palmarejo y Temacapulín, y su resistencia ante la Presa El Zapotillo, en Jalisco, o de Mazapil, al norte de Zacatecas, donde a las personas les ofrecieron un nuevo pueblo entero “hecho a medida” para que dejaran sus tierras y estas pudieran ser explotadas para minería.
La novela de Suzette Celaya me recordó que el duelo no se limita a la tristeza, ni cabe en los manuales de las cinco etapas. Puede ser también una rabia que empuja, un amor que se niega a soltar, una manera de decir aquí estuvimos, aquí seguimos, aquí aguantamos, aquí morimos.
Violeta cuenta sus propias pérdidas, las humanas, pero también cuenta la pérdida de todos quienes habitan en su pueblo. Nos enseña cómo las raíces se desprenden, a veces con sutileza y otras con fuerza. ¿En dónde lloramos cuando ya ni tierra tenemos?
Nosotras no es solo literatura: es una invitación a pensar en cómo resistimos colectivamente al olvido, al agua que anega los recuerdos.
Leerla es reconocer que, aunque la vida nos imponga pérdidas, la memoria sigue siendo una herramienta de reparación y de lucha. Y que escribir sobre ello nos da la oportunidad de mantener vivo ese fuego.
Esa tal vez es la mayor enseñanza que me dejó el libro: que el duelo, cuando se abraza como fuerza transformadora, es también un acto de vida.
De permanencia.
X: @perlavelasco
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