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Guadalajara inundada

El Área Metropolitana de Guadalajara (AMG), en su vertiginosa expansión, se ha convertido en un escenario de las contradicciones urbanas del siglo 21. La constante aparición de imponentes rascacielos simboliza un presunto progreso, pero este auge esconde una falla fundamental: una deficiente planificación territorial que ha desvinculado a la urbe de su entorno natural. Como resultado, las crecidas e inundaciones, cada vez más recurrentes y violentas, son una patente de este desorden.

Los eventos hidrometeorológicos extremos en Guadalajara ya no son incidentes aislados. Tormentas y chubascos, exacerbados por procesos urbanos, constituyen una amenaza sistémica en aumento. La región, ubicada en una zona de convergencia climática, es propensa a tormentas intensas, granizadas y descargas eléctricas, especialmente durante verano y otoño, lo que genera inundaciones repentinas.

El problema tiene un componente netamente antrópico. El sellado progresivo del suelo mediante pavimentos, banquetas y construcciones ha mermado la capacidad de infiltración natural, saturando velozmente los sistemas de desagüe. Cuando la precipitación excede la capacidad de los colectores, el agua brota de las alcantarillas, inunda hogares y paraliza la movilidad. Paradójicamente, mientras se entuban y canalizan antiguos cauces fluviales, las zonas más castigadas por las inundaciones son precisamente las más transformadas de la metrópoli. El conflicto es una disputa por la hidrología urbana, donde la lógica del capital inmobiliario colisiona con los procesos naturales. La ciudad ha olvidado que el agua siempre volverá a sus antiguos cauces.

Las cifras ilustran esta realidad. En 2010, el AMG registraba 147 puntos de anegamiento; hoy sobrepasa los 570, que abarcan áreas de riesgo, efecto presa y zonas de acumulación pluvial. Este incremento es directamente proporcional a la expansión y densificación urbana, ya que el sellado de la tierra propicia la acumulación superficial, en especial cuando los sistemas de drenaje son antiguos, se encuentran azolvados y son insuficientes.

Esta problemática es consecuencia de un crecimiento inmobiliario descontrolado. En la última década, el AMG ha pasado de unas pocas decenas a más de 300 proyectos de edificaciones de múltiples niveles, incluyendo unas 56 torres con hasta 42 pisos. La redensificación vertical, junto a la expansión horizontal, se ha materializado en territorios geohidrológicamente frágiles, como advierte Juan Pablo Rojas-Ramírez, investigador de la Universidad de Guadalajara.

El investigador asevera que el auge de las construcciones verticales no solo ha sobrecargado la infraestructura urbana, sino que ha provocado una multiplicación de puntos críticos de inundación. El nexo es causal: las lluvias torrenciales son el resultado directo de decisiones que privilegian el beneficio económico sobre la función ambiental y la seguridad ciudadana. Muchos de estos enclaves se sitúan en zonas de alto riesgo, contradiciendo los Atlas de Riesgo y revelando una fractura entre los diagnósticos técnicos y las resoluciones urbanísticas. Las soluciones geotécnicas en las grandes edificaciones rara vez consideran la interacción con la geología urbana y los flujos hídricos subterráneos, acrecentando los riesgos de escorrentía superficial y la vulnerabilidad ante eventos pluviales intensos.

La lógica de mercado ha erosionado la sustentabilidad. Las nuevas construcciones se levantan en suelos incapaces de infiltrar agua, mientras el sistema de colectores, con más de ocho décadas de antigüedad, recibe volúmenes crecientes sin ser reforzado. Lo más alarmante es que la ciudad parece estar normalizando el desastre: anegamientos, inundaciones y tormentas ya no son sucesos excepcionales, sino parte del ciclo urbano y el costo del supuesto progreso.

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GR