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La importancia de la memoria y el periodismo 

En el célebre libro En busca del tiempo perdido, Marcel Proust usa al protagonista para recordar su infancia mientras sumerge una magdalena en una taza de té. El olor, la textura y la mantequilla que se desliza por su lengua transportan al protagonista hacia sus primeros años de vida. Esa experiencia sensorial, convertida en expresión literaria, sería retomada años después en estudios científicos sobre la memoria. Y es que recordar no es un acto simple: implica reconstruir la experiencia, darle sentido y, en muchos casos, otorgarle un lugar en la historia colectiva. Para quienes estudiamos y trabajamos en el ámbito de los derechos humanos, hablar de memoria es hablar, inevitablemente, de justicia. 

Las violaciones graves a los derechos humanos encarnan la búsqueda de la verdad. Pero más allá de los expedientes en tribunales y los recursos judiciales, quienes trabajan con la memoria intentan descifrar la complejidad de los fenómenos en los que la dignidad humana ha sido vulnerada. Recordar es resistir al olvido, pero también es crear un puente con el presente y el futuro. En ese proceso, el periodismo cumple un papel esencial: los relatos se convierten en testigos y las crónicas en un archivo que ayuda a comprender cómo y por qué ocurrieron ciertos hechos. 

Por ello, los relatos periodísticos resultan determinantes para conocer historias que pocas veces llegan a los juicios. Escuchar a las víctimas, o a quienes estuvieron cerca de ellas, permite tejer narrativas que muestran la profundidad de una tragedia colectiva. El talento periodístico no radica solo en la precisión de los datos, sino en la capacidad de hilvanar voces, construir relatos corales y ofrecer perspectivas que expliquen y acompañen, pero que también contribuyan a la justicia. 

Un ejemplo paradigmático es Voces de Chernóbil, de la premio Nobel Svetlana Alexiévich. Durante 10 años entrevistó a más de 500 personas para ofrecernos uno de los testimonios más potentes sobre el desastre nuclear. Ese libro cambió la forma de narrar y comprender un episodio marcado por la tragedia y el silencio estatal. 

Otro caso es V13, de Emmanuel Carrère, donde el autor reconstruye los 10 meses del juicio por los atentados islamistas en la sala Bataclan de París. Ahí, más de 400 víctimas dieron testimonio, permitiéndonos conocer no solo los hechos, sino las huellas íntimas y sociales de un acto brutal que estremeció al mundo. 

También resulta imprescindible el trabajo de Leila Guerriero en La llamada, un relato sobre Silvia Labayru, sobreviviente de la ESMA durante la dictadura argentina y víctima del robo de su hijo en manos de los militares. La autora muestra la complejidad de las víctimas: su resiliencia, sus contradicciones y, en algunos casos, la delgada línea que separa al victimario de la víctima. 

Podrían mencionarse muchos otros periodistas: Marcela Turati, Roberto Saviano, Mónica González, María Teresa Ronderos, Alma Guillermoprieto. Verdaderos gigantes del oficio que han hecho de la memoria un territorio vivo. Porque al final, el periodismo y la memoria van de la mano, y esa es la importancia que tiene: la capacidad de registrar, narrar y ayudar a encontrar la voz de quienes suelen ser silenciados. 

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