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Siapa
Aguascalientes
En México se han contabilizado más de 127 mil desaparecidos y más de 5 mil 600 fosas clandestinas. Ante las evidencias, el Comité de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias (CTDFI) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha iniciado un proceso para investigar las desapariciones forzadas en México y ha instado al gobierno mexicano a mejorar los mecanismos de justicia, proporcionar más apoyo a las familias de las víctimas y garantizar que los responsables sean llevados ante la justicia.
La conclusión del CTDFI es contundente: en México sí existen desapariciones forzadas. Es decir, casos en los que el Estado, de manera directa o indirecta, participa o consiente la desaparición de personas. En lugar de acoger el informe con seriedad, el gobierno federal lo rechazó de forma enérgica e incluso exigió la renuncia de uno de los expertos que lo elaboró. Esta reacción abre una pregunta fundamental: ¿por qué se niega una verdad tan dolorosa como evidente?
En primer lugar, reconocer la existencia de desapariciones forzadas implica aceptar la responsabilidad del Estado. No se trata solo de señalar a un gobierno actual o pasado, sino de aceptar que las instituciones encargadas de garantizar la seguridad y la justicia –como las fiscalías, policías o incluso Fuerzas Armadas– han fallado, y en algunos casos, han sido cómplices. Para un gobierno que se presenta como moralmente distinto, admitir eso significa poner en entredicho su discurso de transformación y segundo piso. La negación se convierte en un mecanismo de autodefensa política.
En segundo lugar, aceptar la existencia de desapariciones forzadas tendría consecuencias jurídicas e internacionales. Abriría la puerta a litigios ante la Corte Penal Internacional, sanciones diplomáticas y una presión internacional más fuerte; es decir, no es solo una discusión semántica: es una batalla por controlar las implicaciones legales y políticas de los hechos.
Por último, estamos viviendo tiempos de polarización política, donde aceptar una crítica –aun si proviene de un organismo multilateral como la ONU– es visto como ceder terreno al adversario (“es el conservadurismo”). El oficialismo teme que cualquier concesión sea explotada por sus opositores, por lo que el impulso es negarlo todo, blindarse y atacar la fuente (o a Calderón, en todo caso).
Pero más allá de los cálculos políticos está la realidad cruda: más de 100 mil personas desaparecidas. Muchas de esas desapariciones ocurrieron con la aquiescencia o la inacción de autoridades. Y frente a esa tragedia, lo que menos necesitan las víctimas es una guerra discursiva: se necesita la verdad, la justicia y la reparación del daño.
Negar la evidencia no hace que los hechos desaparezcan. Lo que desaparece es la confianza en las instituciones, en la democracia y en la capacidad del Estado para proteger a su gente. Un gobierno verdaderamente comprometido con el pueblo no niega la realidad: la enfrenta, la investiga y, sobre todo, la transforma.
Aceptar la existencia de desapariciones forzadas no es una derrota política. Es un acto de humanidad, de responsabilidad y de justicia histórica.
X: @Ismaelortizbarb
jl/I